LA NECESIDAD DE UN CAMBIO EN EL SISTEMA ELECTORAL ESPAÑOL
El chiste lleva fecha de Enero de 1976 |
En el post anterior me referí a como se hacen los nombramientos en este Pais, poniendo como ejemplo el del Presidente de la Corporación RTVE, y comparándolo con el de la BBC Británica, dos maneras: una mala y una buena de hacer las cosas. Hoy traigo al Blog un artículo que se refiere a la clase política de una manera mas genérica, y que ilustra con detalle el deterioro de la misma que explica la nula confianza que los Ciudadanos tienen en los Políticos Españoles.
En el diario El Pais del pasado 9 de Septiembre, Cesar Molinas publica un denso y extenso artículo en el que analiza el devenir de la clase política Española desde la Transición hasta los tiempos actuales, identificando uno tras otro todos los síntomas que le permiten diagnosticar los males que la aquejan y que han llevado a este Pais a la situación de crisis actual, a la que no son capaces de encontrarle una salida que nos lleve a la senda del progreso. Y es a partir de este análisis, desde el que el Autor elabora una "Teoría de la clase Política" como remedio de la "necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario".
El artículo es largo y denso, por lo que hay que leerlo despacio, pero créanme que merece la pena, pues en el se unen los eslabones que conforman los últimos cuarenta años de la política Española, en una cadena perfectamente engarzada y lista para poder contemplar el tipo de joya de clase política que tenemos en esta Nación y sus 17 Comunidades Autónomas, y que explica el por que estamos donde estamos, y con pocas posibilidades de mejora sin hacer cambios profundos en la estructura de la clase política de nuestro Pais. Y sin mas, sigue el citado Artículo de Cesar Molinas.
UNA TEORIA DE LA CLASE POLITICA ESPAÑOLA
Los partidos han generado burbujas compulsivamente
Por Cesar Molinas
En este artículo propongo una teoría de la clase
política española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar
nuestro sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario. La teoría se
refiere al comportamiento de un colectivo y, por tanto, no admite
interpretaciones en términos de comportamientos individuales. ¿Por qué una
teoría? Por dos razones. En primer lugar porque una teoría, si es buena,
permite conectar sucesos aparentemente inconexos y explicar sucesos
aparentemente inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas que antes no lo
tenían. Y, en segundo lugar, porque de una buena teoría pueden extraerse
predicciones útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo
primero, una buena teoría de la clase política española debería explicar, por
lo menos, los siguientes puntos:
1. ¿Cómo es posible que, tras cinco años de
iniciada la crisis, ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de
lo que le está pasando a España?
2. ¿Cómo es posible que ningún partido político
tenga una estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la
crisis? ¿Cómo es posible que la clase política española parezca genéticamente
incapaz de planificar?
3. ¿Cómo es posible que la clase política española
sea incapaz de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por
motivos propios- haya pedido disculpas?
4. ¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más
obvia para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el
desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya
ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios?
En lo que sigue, argumento que la clase política
española ha desarrollado en las últimas décadas un interés particular,
sostenido por un sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima del
interés general de la nación. En este sentido forma una élite extractiva, según
la terminología popularizada por Acemoglu y Robinson. Los políticos españoles
son los principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso de las
cajas de ahorro, de la burbuja de las energías renovables y de la burbuja de
las infraestructuras innecesarias. Estos procesos han llevado a España a los
rescates europeos, resistidos de forma numantina por nuestra clase política
porque obligan a hacer reformas que erosionan su interés particular. Una
reforma legal que implantase un sistema electoral mayoritario provocaría que
los cargos electos fuesen responsables ante sus votantes en vez de serlo ante
la cúpula de su partido, daría un vuelco muy positivo a la democracia española
y facilitaría el proceso de reforma estructural. Empezaré haciendo una breve
historia de nuestra clase política. A continuación la caracterizaré como una
generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar explicitaré una teoría de la
clase política española. En cuarto lugar usaré esta teoría para predecir que
nuestros políticos pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas
necesarias para permanecer en él. Por último propondré cambiar nuestro sistema
electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post,
como medio de cambiar nuestra clase política.
La historia
Los políticos de la Transición tenían procedencias
muy diversas: unos venían del franquismo, otros del exilio y otros estaban en
la oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés
particular como colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como
políticos profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos
tomaron dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase política que
les sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional
corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era
consolidar el sistema de partidos políticos fortaleciendo el poder interno de
sus dirigentes, algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y
dubitativa, parecía razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba
al de la primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la
versión café para todos del Estado de las autonomías. Los peligros de
una descentralización excesiva, que eran evidentes, se debían conjurar a partir
del papel vertebrador que tendrían los grandes partidos políticos nacionales,
cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces,
parecía sensato.
Pero, tal y como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo
que creó al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su implementación.
Por una serie de infortunios, a la criatura de Frankenstein se le acabó
implantando el cerebro equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven
democracia española se le acabó implantando una clase política profesional que
rápidamente devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su célebre
artículo de 2009 en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La gran
máquina americana de hacer burbujas” comparaba al banco de inversión con un
gran calamar vampiro abrazado a la cara de la humanidad que va creando una
burbuja tras otra para succionar de ellas todo el dinero posible. Más adelante
propondré un símil parecido para la actual clase política española, pero antes
conviene analizar cuáles han sido los cuatro imponderables que han acabado
generando a nuestro monstruo.
En primer lugar, el sistema electoral proporcional,
con listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy
distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los
cachorros de las juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las
listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad a
las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en estancias
cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la atmósfera,
nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las ideas, y
casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de la
sociedad civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han
convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con enchufes
en empresas, fundaciones y organismos públicos y, también, con canonjías en
empresas privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar.
En segundo lugar, la descentralización del Estado,
que comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable
cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente
libro Modesta España, el Estado de las autonomías inicialmente previsto,
que presumía una descentralización controlada de “arriba a abajo”, se vio
rápidamente desbordado por un movimiento de “abajo a arriba” liderado por
élites locales que, al grito de “¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la versión
de café para todos del Estado autonómico. ¿Quiénes eran y qué querían
estas élites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se limita a
señalar a “un democratismo pequeñoburgués que surge desde abajo”. Eso es, sin
duda, verdad. Pero, adicionalmente, es fácil imaginar que los beneficiarios de
los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias
desde 1833, miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e
incertidumbre, lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a
“cambiarlo todo para que todo siga igual” y a ponerse en cabeza de la
manifestación descentralizadora. Como resultante de estas fuerzas, se produjo
un crecimiento vertiginoso de las Administraciones Públicas: 17
administraciones y gobiernos autonómicos, 17 parlamentos y miles -literalmente
miles- de nuevas empresas y organismos públicos territoriales cuyo objetivo
último en muchos casos, era generar nóminas y dietas. En ausencia de
procedimientos establecidos para seleccionar plantillas, los políticos
colocaron en las nuevas administraciones y organismos a deudos, familiares,
nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura clientelar y politizada de
las administraciones territoriales que era inimaginable cuando se diseñó la
Constitución. A partir de una Administración hipertrofiada, la nueva clase
política se había asegurado un sistema de captura de rentas -es decir un
sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por
otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos.
En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder
dentro de los partidos políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido
que las Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podía
ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos
cuando los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo
a arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los
hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se
aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de
Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de
Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración
y cargos directivos con políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si
esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron
proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin
objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas.
Y en cuarto lugar, aunque la lista podría
prolongarse, la clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que
no son propios de la política como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo,
el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de
España, la CNMV, los reguladores sectoriales de energía y telecomunicaciones,
la Comisión de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho
necesitan que estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean
independientes. La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su
independencia, provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y
un severo deterioro de nuestro sistema político. Pero es que hay más. Al tiempo
que invadía ámbitos ajenos, la política española abandonaba el ámbito que le es
propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es solo el lugar donde
se elaboran las leyes; es también la institución que debe exigir la rendición
de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha
desaparecido por completo de la vida política española desde hace muchos años.
La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las comparecencias
parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el último de una larga serie de
casos que el Congreso de los Diputados ha decidido tratar como si fuesen
catástrofes naturales, como un terremoto, por ejemplo, en el que aunque haya
víctimas no hay responsables. No debería sorprender, desde esta perspectiva,
que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay allí muy poco
que hacer.
Las burbujas
Los cuatro procesos descritos en los párrafos
anteriores han conformado un sistema político en el que las instituciones
están, en el mal sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que
nadie acaba siendo responsable de sus actos porque nunca se exige en serio
rendición de cuentas. Nadie dentro del sistema pone en cuestión los mecanismos
de capturas de rentas que constituyen el interés particular de la clase
política española. Este es el contexto en el que se desarrollaron no sólo la
burbuja inmobiliaria y el saqueo y quiebra de la gran mayoría de las Cajas de
Ahorro, sino también otras “catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a
cuya generación tan adictos son nuestros políticos. Porque, como el gran
calamar de Taibbi, la clase política española genera burbujas de manera
compulsiva. Y lo hace no tanto por ignorancia o por incompetencia como porque
en todas ellas captura rentas. Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad,
un brevísimo repaso de las principales tropelías impunes de las últimas dos
décadas: la burbuja inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables
y las nuevas autopistas de peaje.
La burbuja inmobiliaria española fue, en términos
relativos, la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis
global, siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de
que, como las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y por los
desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario
de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre qué se construye y dónde se
construye en España se toman en el ámbito político. Aquí no se puede hablar de
pecados por omisión, de olvido del principio de que los gestores públicos deben
gestionar como diligentes padres de familia. No. En España la clase política ha
inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por omisión ni por
olvido. Los planes urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones
de las que, además de nuevas construcciones, surgen la financiación de los
partidos políticos y numerosas fortunas personales, tanto entre los
recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder de los políticos
–decidir el qué y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control de
las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los dos anteriores el
poder de decisión sobre el quién, es decir, el poder de decisión sobre quién
tenía financiación de la Caja de turno para ponerse a construir. Esto supuso un
salto cualitativo en la capacidad de captura de rentas de la clase política
española, acercándola todavía más a la estrategia del calamar vampiro de
Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan todas las
rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha… ¡ahí queda eso! El
panorama, cinco años después del pinchazo de la burbuja, no puede ser más
desolador. La economía española no crecerá durante muchos años más. Y las Cajas
de Ahorro han desaparecido, la gran mayoría por insolvencia o quiebra técnica.
¡Ahí queda eso!
Las otras dos burbujas que mencionaré son resultado
de la peculiar simbiosis de nuestra clase política con el “capitalismo
castizo”, es decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletín
Oficial del Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor
extranjero lo llamó “relación incestuosa”; otro, nacional, habló de “colusión
contra consumidores y contribuyentes”. Sea lo que sea, recordemos en primer
lugar la burbuja de las energías renovables. España representa un 2% del PIB
mundial y está pagando el 15% del total global de las primas a las energías
renovables. Este dislate, presentado en su día como una apuesta por situarse en
la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un sinsentido que
España no se puede permitir. Pero estas primas generan muchas rentas y
prebendas capturadas por la clase política y, también hay que decirlo, mucho
fraude y mucha corrupción a todos los niveles de la política y de la
Administración. Para financiar las primas, las empresas y familias españolas
pagan la electricidad más cara de Europa, lo que supone una grave merma de
competitividad para nuestra economía. A pesar de esos precios exagerados, y de
que la generación eléctrica tiene un exceso de capacidad de más del 30%, el
sistema eléctrico español ostenta un déficit tarifario de varios miles de
millones de euros al año y más de 24.000 millones de deuda acumulada que nadie
sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha pinchado y… ¡ahí queda eso!
La última burbuja que traeré a colación, aunque la
lista es más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables
infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas a costes
astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno
de los casos más chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero
hay muchísimos más. Las radiales, que pretendían descongestionar los accesos a
Madrid, se diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy
importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas
previsiones temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la
actualidad el tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis:
en los años del boom tampoco había tráfico. A continuación
¿incomprensiblemente? el Gobierno permitió que los constructores y los
concesionarios fuesen, esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque
al disfrazarse los constructores de concesionarios mediante unas sociedades con
muy poco capital y mucha deuda, se facilitaba que pasara lo que acabó pasando:
los constructores cobraron de las concesionarias por construir las autopistas
y, al constatarse que no había tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los
principales acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000
millones de deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente
pero, en cualquier caso, ¡ahí queda eso!
La teoría
Termino aquí la parte descriptiva de este artículo
en la que he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero
representativos del comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto
es importante recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a formular una
teoría de la clase política española como grupo de interés.
El enunciado de la teoría es muy simple. La clase
política española no sólo se ha constituido en un grupo de interés particular,
como los controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso
más, consolidándose como una élite extractiva, en el sentido que dan a este
término Acemoglu y Robinson en su reciente y ya célebre libro Por qué
fracasan las naciones. Una élite extractiva se caracteriza por:
"Tener un sistema de captura de rentas que
permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población
en beneficio propio".
"Tener el poder suficiente para impedir un
sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder
político y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las
reglas del mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para
condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper-
u optimista -en el sentido de Deutsch".
"Abominar la 'destrucción creativa', que
caracteriza al capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter "la
destrucción creativa es la revolución incesante de la estructura económica
desde dentro, continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo".
Este proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una
élite extractiva abomina, además, cualquier proceso innovador lo
suficientemente amplio como para acabar creando nuevos núcleos de poder
económico, social o político".
Con la navaja de Occam en la mano, si esta sencilla
teoría tiene poder explicativo, será imbatible. ¿Qué tiene que decir sobre las
cuatro preguntas que se le han planteado al principio del artículo? Veamos:
1.La clase política española, como élite extractiva, no puede
tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura
de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir.
Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis
millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector
público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase política
española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la
crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza
y ante lo cual sólo cabe la resignación.
2.La clase política española, como élite extractiva, no
puede tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que
escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble, tiene que
incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de
captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea.
3.¿Pidieron perdón los controladores aéreos por sus
desmanes? No, porque consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien
ha oído alguna disculpa de algún político por la situación en la que está
España? No, ni la oirá, por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que,
como medida ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del
Senado, de las diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues
porque, caídas las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades presentes para
generar nuevas burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva
a ultranza.
4.Tal y como establece la teoría de las élites extractivas,
los partidos políticos españoles comparten un gran desprecio por la educación,
una fuerte animadversión por la innovación y el emprendimiento y una hostilidad
total hacia la ciencia y la investigación. De la educación sólo parece
interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la Educación para
la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso que envuelve las cuestiones
verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el elevadísimo fracaso escolar o
los lamentables resultados en los informes PISA. La innovación y el
emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias y
fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad de
cambiarlas. Y el gasto en investigación científica, concebido como suntuario de
manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo
político relevante haya protestado por un disparate que compromete más que
ningún otro el futuro de los españoles.
La teoría de las élites extractivas, por lo visto
hasta aquí, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento
de la clase política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro.
La predicción
La crisis ha acentuado el conflicto entre el
interés particular de la clase política española y el interés general de
España. Las reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente
con los mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular.
Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción
estructural del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50
millardos de euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes
coyunturales: hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están
inéditas. Se tiene que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa
zona gris entre la Administración y el sector privado, que, con sus muchos
miles de empresas, organismos y fundaciones, constituye una de las principales
fuentes de rentas capturadas por la clase política. Por otra parte, para volver
a crecer, la economía española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen
falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia,
especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores
regulados. Esto debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la
economía española.
La infinita desgana con la que nuestra clase
política está abordando el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente
al menos, barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su
interés particular. La única reforma llevada a término por iniciativa propia,
la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura
de rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la
consolidación fiscal, no se han aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde
reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de
las primeras, con la esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al
final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún
momento la clase política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar
las reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto
que tarde.
La teoría de las élites extractivas predice que el
interés particular tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo
probable que en los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el
sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de fila
visibles de esta corriente. La confusión inducida entre recortes y reformas
tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a
largo plazo de las reformas y sí experimenta el dolor a corto plazo de los
recortes que, invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De
este modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias
sean propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberanía
nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de
bienestar. También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban
la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del
tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos
siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la
posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812
mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por
supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría
que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos
del tipo ¡viva Gürtel! ¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la
Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma
que de fondo.
Una salida del euro, tanto si es por iniciativa
propia como si es porque los países del norte se hartan de convivir con los del
sur, sería desastrosa para España. Implicaría, como acertadamente señalaron
Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAÍS el pasado
mes de junio, no sólo una vuelta a la España de los 50 en lo
económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo político y en
lo social que llevaría a fechas muy anteriores y que superaría con mucho a la
situación actual, que ya es muy mala. El calamar vampiro, reducido a chipirón,
sería cabeza de ratón en vez de cola de león, pero eso nuestra clase política
lo ve como un mal menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las
reformas. Los liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los dos
partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección.
El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un
plazo relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer
algo por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando
artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la
clase política española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo. A
más largo plazo, como explico a continuación, sí la tiene.
Cambiar el sistema electoral
La clase política española, como hemos visto en
este artículo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema
electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las
cúpulas de los partidos políticos. Este sistema da un poder inmenso a los
dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase política
disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e
inconvenientes- pero, por todo lo expuesto hasta aquí, en España se tendría que
cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase política más
funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante
sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes
partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder
que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan de
las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí todo son ventajas. También hay
inconvenientes. Un sistema proporcional acaba dando escaños a partidos
minoritarios que podrían no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto
perjudicaría a partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiaría a
partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo relevante
de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de decisión no solo
sobre los partidos sino también sobre las personas que salen elegidas y eso, en
España, es ahora una necesidad perentoria que compensa con creces los
inconvenientes que el sistema pueda tener.
Un sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás
que cure al instante cualquier herida. Pero es muy probable que generase una
clase política diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia
es inminente una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional
por uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían en
colegios uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los
escaños se distribuirían proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser
que el Gobierno “técnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las
que defiendo yo aquí: sin cambiar a una clase política disfuncional no puede
abordarse un programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez
a Carlos Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe de algo. ¿Para
cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá que esperar a que lleguen los
“técnicos”?
Publicado en El País el 9 de Septiembre de 2012
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