Estados Unidos: Las dos caras de un país en la encrucijada


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Silvio Waisbord, George Washington University

Estados Unidos resulta curiosamente familiar en cualquier rincón del planeta. No es exagerado decir que cualquier persona, salvo que viva bajo una piedra, tiene ideas sobre el país, por más que nunca haya pisado suelo estadounidense. Es factible que esas ideas sean producto de un caudal de fuentes diversas: series de televisión y películas, novelas, discursos políticos, marcas de consumo, publicidad, escenas turísticas y otros retazos.

La descollante presencia mediática a nivel global constantemente genera percepciones, ilusiones, asombros y prejuicios. Frente a semejante telaraña de impresiones, entender a Estados Unidos requiere deshacerse del deslumbramiento de la fábrica de sueños y promesas.

La coyuntura actual es justamente uno de esos momentos donde el mundo, atónito, confronta el hecho que Estados Unidos no encaja en la percepción de ser una sociedad excepcional, moderna, razonable, pujante, creativa.

Lo que ha ocurrido en los últimos años no encaja en las concepciones habituales del país que lo miran a través de una atractiva cortina de celofán, como desentraño en mi último libro, El imperio de la utopía. Mitos y realidades de la sociedad estadounidense.

Trumpismo

El país que invirtió cifras astronómicas en el desarrollo y la aplicación de la ciencia durante el último siglo es el mismo país donde el presidente Donald Trump llama a no creer en los científicos.

El país de las universidades de prestigio global, que concitan respeto y atraen a estudiantes y profesores, es el mismo país donde conspiraciones descabelladas son moneda corriente, sostenidas como hechos fácticos indisputables.

El país admirado por su capacidad de gestión, despliegue, organización, y tecnología continúa siendo severamente afectado por la pandemia; se estima que más de 230 000 personas han fallecido a causa del COVID-19.

El país de la revolución de los derechos civiles, glorificado en libros escolares y la cinematografía, es el mismo país donde el racismo blanco es legitimado desde el poder, se pasea orondo por las calles con antorchas y pertrechos militares, y ejerce la violencia frente a quienes critican la violencia policial contra afroamericanos y demandan justicia.

El país que se jacta de ser faro de la democracia mundial es el mismo país donde los funcionarios ponen en duda el proceso electoral, obstruyen el derecho al voto con triquiñuelas legales y apoyan a dictadores, mientras que ciudadanos armados hasta los dientes planean golpes de estado para deponer a gobernadores.

Esta es una muestra de las profundas contradicciones de una sociedad enamorada de sus propios mitos y reacia a reconocer sus lados oscuros. Una sociedad convencida de albergar solamente ángeles y remisa a reconocer sus malditos diablos.

Nunca hubo un Estados Unidos único, finamente trazado e imaginado, sino un país sumergido en constantes batallas sobre su propia identidad.

Se puede argumentar con justa razón que cualquier país siempre fue terreno histórico de disputas entre tendencias opuestas. Sin embargo, hay diferencias notables en el caso de la sociedad norteamericana.

Escaparate global

Debido a su dominante posición global, las disputas internas en Estados Unidos han estado en el gran escaparate mundial. Asimismo, es una sociedad con una increíble capacidad de crear y alimentar mitos, de creerse predestinada a ser la concreción de las mejores aspiraciones humanas. Un país autoproclamado como expresión de la buena madera de la humanidad, la tolerancia, la compasión, la democracia, la imaginación, el multiculturalismo, y la superación frente a la adversidad. Tales remilletes de buenos deseos apenas han disimulado el cocktail tóxico de deshumanización, violencia, y arrogancia que históricamente tornó el afamado “sueño americano” en pesadilla.

Hoy en día, perdura la convicción entre la gente bienpensante de que el momento actual de caos y confusión, irracionalidad e intolerancia, es una luz fugaz de un país que sigue estando en la senda correcta de la historia. Que el Trumpistán, con su racismo a cara descubierta, nacionalismo de baja estofa, noviazgo con el autoritarismo y victimización de los más débiles, es un fenómeno pasajero. Que es un desvío de la marcha redoblada hacia un luminoso arcoíris. Que lo que viene será el renacimiento de la verdadera alma, caritativa y unificadora.

Este es el sueño americano. Es insistir con los mitos más que con la complejidad del saldo histórico. Es preferir interpretaciones desprendidas de la enorme evidencia en vez de entender su propia historia con claroscuros y desgarros.

Ver el trumpismo como una excepción en un recorrido virtuoso de libertad y democracia es ignorar la historia y el presente. No es un simple tropezón en una maratón virtuosa. Tampoco es solamente el fenómeno de un hombre de negocios que, fracasado y desesperado, se transformó en un hábil demagogo.

El trumpismo representa la culminación de tendencias articuladas en un culto a la personalidad que hacen trizas el bello espejo. Es la consagración de la bruta reacción frente a los avances de los derechos humanos del último medio siglo. Es el retorno con furia del país blanco frente al país pluricultural. Es la legitimación de la exclusión social, educativa, acceso a salud, economía y política, en una sociedad profundamente desigual.

Más allá de quién triunfe en estas elecciones, sería errado pensar que estas dinámicas dejarán de existir o puedan ser fácilmente barridas bajo la alfombra de los mitos.The Conversation

Silvio Waisbord, Director and Professor School of Media and Public Affairs, George Washington University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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