Por qué el desprestigio entre los políticos desacredita su propio trabajo

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Fernando Alberto Balbi, Universidad de Buenos Aires

Los políticos se dedican muchas veces con tanto entusiasmo a desprestigiarse mutuamente que contribuyen a debilitar a la política. Este comportamiento parece irracional, pero no lo es. Al contrario, varios factores se combinan para alentar a los políticos a seguir ese camino.

La organización de las sociedades contemporáneas se centra en el Estado, que supuestamente encarna al interés general. Sin embargo, nuestras sociedades son complejas, diversas, cambiantes y desiguales. En la práctica, innumerables actores disputan continuamente por conseguir que los Estados impulsen sus propios intereses sobre los de otros.

Esas disputas son la materia misma de la política. Mediante la política, intereses diferentes y muchas veces contrapuestos son jerarquizados, seleccionados, redefinidos y presentados en el lenguaje del bien común.

Así, intereses opuestos son negociados hasta llegar a arreglos aceptables para las partes. Lo que conviene a algunos empresarios es presentado como algo que, a la larga, será bueno para todos. Lo que va en contra de los intereses de sectores poderosos es mostrado como malo para el país. A veces, lo que beneficia a alguna minoría o a la mayoría de la población es promovido como bueno para la totalidad.

Los políticos profesionales son los protagonistas más visibles de esa articulación de intereses. Hay muchos otros jugadores (los medios de prensa, los juristas, las cámaras empresarias, los sindicatos, las ONG, etc.), pero los políticos ocupan el centro de la escena porque compiten abiertamente por dirigir los organismos del Estado, y así tener la última palabra a la hora de consagrar ciertos intereses en el lenguaje del bien común.

¿Como es posible, entonces, que los políticos dediquen tantos esfuerzos a desacreditarse los unos a los otros?, ¿no deberían, más bien, tratar de reforzar su posición frente a los demás jugadores? La respuesta es que deberían hacerlo, porque cuando los políticos se concentran demasiado en debilitarse mutuamente, la primera víctima es la propia política.

La política hecha en términos morales

Las descalificaciones entre políticos se hacen muy frecuentes cuando toman fuerza los modos de hacer política que podemos llamar “moralizantes”. Se trata de formas de actuar en política que se plantean objetivos morales, como la defensa de ciertos valores contra otros políticos que supuestamente los atacan.

La moral implica juzgar los comportamientos en términos de la oposición entre el bien y el mal. Ahora bien, como ya dijimos, la materia de la política son disputas entre partes que tienen distintos intereses, y los políticos se dedican a articular esos intereses. ¿Cómo pueden hacerlo en términos morales?

Cuando adoptan posturas moralizantes, los políticos se muestran como los defensores de ciertos valores incuestionables, evitando así admitir que están priorizando los intereses de ciertos actores. Y, a la inversa, presentan a sus adversarios como enemigos de esos valores y, por ende, como representantes de intereses oscuros, ilegítimos. Así, se instala en la política la oposición entre el bien y el mal.

Por ejemplo, algunos políticos y partidos se presentan como campeones de la lucha contra la corrupción. Todas sus posiciones en los debates públicos y cualquier política que defiendan son justificadas como necesarias para combatir la corrupción. Sus adversarios, en cambio, son descritos como corruptos, y todas sus acciones son explicadas por esa falla moral. Lo mismo ocurre cuando algunos políticos y partidos presumen de ser los defensores de la república, la libertad, la democracia o la familia.

Hecha en términos morales, la política tiende a organizarse como una oposición entre el bien y el mal. Y, aunque esto siempre beneficia a algunos políticos y partidos, a la larga los perjudica a todos.

Un problema es que cuando la política se hace en nombre de valores que se consideran incuestionables, se tiende siempre a descalificar a los adversarios. En casos extremos, se llega al punto en que cada parte considera a la otra como ilegítima. Así, la tensión aumenta, el juego político se recalienta, y la gobernabilidad se reduce más y más, como hemos visto en Argentina desde 2008.

Además, el juego de acusaciones cruzadas entre políticos los hace cada vez más dependientes de los medios de comunicación, que son las principales tribunas para difundirlas y para defenderse públicamente. Hoy, los políticos recurren también a las redes sociales (muchos no dejan pasar un día sin acusar por Twitter a algún rival diciendo que es corrupto o antirrepublicano). Pero los medios siguen siendo centrales, y los políticos dependen de quienes los controlan.

Finalmente, ese juego lleva a los políticos a contribuir a la judicialización de la política. Hay políticos que presentan recursos ante los tribunales para impedir actos de gobierno. Muchos presentan denuncias de corrupción contra sus colegas sin otra base que notas de prensa. Así, jueces y fiscales pasan a ser árbitros de la política, mientras que los políticos, los partidos y los gobiernos ven sus manos cada vez más atadas. Las persecuciones políticas por la vía judicial, tan frecuentes durante la última década en América Latina, no son ajenas a estos viejos malos hábitos de los políticos.

El debilitamiento como fin del camino

Hay varias razones que inducen a los políticos a recorrer ese camino que desemboca en el debilitamiento de la política.

Ya dijimos que los discursos políticos moralizantes ponen el foco en los valores más que en los intereses. Además, los juicios morales son, ante todo, juicios sobre los individuos, en los que sus acciones son explicadas por las virtudes o los defectos que se les atribuyen. Así, las discusiones políticas se alejan del problema de a quiénes beneficia y perjudica cada política o medida, para centrarse en la estatura moral de los políticos y en los valores que defienden o atacan.

Alimentada por la prensa y amplificada por las redes sociales, esta clase de estrategia política es muy eficaz. En Argentina, dirigentes importantes como Elisa Carrió o Margarita Stolbizer construyen sus imágenes públicas mediante puestas en escena (denuncias mediáticas y judiciales, etc.) dirigidas a mostrar que solo actúan en defensa de la república y en contra de la corrupción y el autoritarismo.

Hacer política de esta forma resulta especialmente tentador cuando varios partidos políticos compiten entre sí sin tener diferencias ideológicas importantes. Discutir cuestiones morales les permite disimularlo, llevando su competencia al terreno de las cualidades de sus dirigentes, que resulta más manejable.

En Argentina, la defensa de la república y la lucha contra la corrupción son banderas que se disputan distintos sectores que promueven políticas neoliberales. En 2015, varios de esos partidos aprovecharon algunos escándalos de corrupción y formaron la alianza Cambiemos, acusando al gobierno de Cristina Kirchner de ser una amenaza para la república. Al presentarse como una alternativa moral al Gobierno, pudieron desviar la atención de su propia orientación neoliberal. El Gobierno, por su parte, hizo todo lo posible por descalificarlos poniéndola en evidencia. Cambiemos ganó las elecciones de ese año y consagró al empresario Mauricio Macri como presidente.

¿Oportunismo?

Contra lo que se podría pensar, estas formas de hacer política no son solo muestras de oportunismo. Al contrario, muchas veces hunden sus raíces en las trayectorias de los políticos y de los partidos.

La Unión Cívica Radical es el partido político más antiguo de la Argentina. A lo largo del siglo XX, llegó a verse como un partido consagrado a defender las instituciones de la república. En 2015, fue uno de los partidos que integraron Cambiemos. Los dirigentes radicales contemporáneos (al igual que Carrió y Stolbizer, que son exradicales) se muestran como totalmente concentrados en la defensa de la república, y suman en ese marco la lucha contra la corrupción, que es un tema central en la política del país desde la década del noventa.

El partido de Macri, Propuesta Republicana, fue organizado en torno a personas que, como él, provenían del medio empresarial y de otras que venían del mundo del voluntariado. Así, fue concebido por sus miembros como un partido formado por individuos que venían “desde fuera” de la política para “servir” al país. En este caso, los temas de la corrupción y la república remiten a la desconfianza hacia los políticos que suele predominar en esos ambientes.

En definitiva, la estrechez del espectro político, combinada con convicciones arraigadas y una buena dosis de sentido de la oportunidad, alientan a los políticos a actuar de manera tal que la política misma se ve debilitada. Se trata de una forma de suicidio de la política muy actual –aunque no nueva– que habría que desterrar.The Conversation

Fernando Alberto Balbi, Profesor e Investigador en Antropología Política, Universidad de Buenos Aires

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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